Daniel González
En un mundo obsesionado con la seguridad, el confort y la protección, muchos padres han olvidado una verdad incómoda pero esencial: los hijos no están llamados a ser frágiles, sino fuertes. Y la fortaleza no se hereda, se forma.
En un mundo obsesionado con la seguridad, el confort y la protección, muchos padres han olvidado una verdad incómoda pero esencial: los hijos no están llamados a ser frágiles, sino fuertes. Y la fortaleza no se hereda, se forma.
Hace unos días me encontré con un video del psicólogo Jonathan Haidt que me hizo reflexionar profundamente sobre la manera en que estoy criando a mis hijas.
Haidt hablaba sobre cómo, sin darnos cuenta, muchos padres estamos preparando a nuestros hijos para un mundo que no existe, mientras los estamos desarmando para el mundo real.
Al escucharlo, no pude evitar preguntarme: ¿Estoy criando hijas fuertes… o solo hijas seguras? ¿Estoy preparándolas para enfrentar la vida, o para depender de mí?
En un mundo obsesionado con la seguridad, el confort y la protección, muchos padres han olvidado una verdad incómoda pero esencial: los hijos no están llamados a ser frágiles, sino fuertes. Y la fortaleza no se hereda, se forma.
Jonathan Haidt, autor de The Coddling of the American Mind, ha sido una de las voces más claras en advertir sobre los efectos de sobreproteger a los niños. Él lo explica sin rodeos:
“La mayoría de los niños que crecen en sociedades modernas y occidentales no viven en un mundo realmente peligroso. Pero si los tratamos como si fueran frágiles y estuvieran en constante peligro, entonces los rodearemos de restricciones y protecciones que garantizarán que no crezcan ni se desarrollen.”
Haidt llama a esta mentalidad “safetyism”, el culto a la seguridad. Es la idea de que cualquier riesgo es inaceptable y que la prioridad absoluta es evitar el dolor, la frustración o el peligro.
Y aunque proteger a los niños es parte de nuestro rol como padres, llevar esa protección al extremo termina siendo perjudicial. Como decía Aristóteles, toda virtud llevada al exceso se convierte en vicio.
Los niños necesitan equivocarse, ensuciarse, frustrarse, arriesgarse. Necesitan vivir lo suficiente como para descubrir que son capaces. No se trata de exponerlos al abandono o al trauma, sino de permitirles caminar con autonomía y asumir responsabilidades progresivas.
Haidt lo llama antifragilidad: la capacidad de fortalecerse con la dificultad, de crecer a través de la tensión controlada, igual que un músculo que se desarrolla con el uso y no con el descanso.
Hoy se está viendo mucho el fenómeno de la crianza helicóptero o crianza quitanieves. Esto se refiere a padres que todo lo vigilan o todo lo resuelven, quitando cualquier obstáculo que sus hijos tengan enfrente. Desde la lonchera olvidada hasta la tarea no entregada, muchos adultos optan por “salvar” a sus hijos en lugar de permitirles enfrentar las consecuencias de sus decisiones. Esto, por supuesto, parte de buenas intenciones, pero la realidad es que genera consecuencias negativas. Porque si nunca les damos la oportunidad de equivocarse, de solucionar, de pedir ayuda o de aprender a negociar, los privamos de desarrollar autonomía.
Haidt lo relaciona con un concepto clave en psicología: el locus de control interno. Es decir, la creencia de que uno mismo tiene la capacidad de influir en su entorno. Los niños que lo desarrollan tienden a ser más resilientes, más optimistas y más capaces de manejar la frustración. Pero esto no se logra con discursos, sino con práctica.
Según Haidt, la alternativa es un hijo con locus de control externo, que cree que la vida “le pasa”, que no puede hacer nada ante las circunstancias. Y esa es la antesala de la pasividad, la ansiedad y, muchas veces, la depresión.
Otro error común en la crianza moderna es enseñar que toda emoción es verdad absoluta. Si algo incomoda, se asume que hay un culpable externo. Si alguien se ofende, se cancela. Haidt, sin embargo, advierte sobre el daño de esa mentalidad:
“Lo opuesto a la sabiduría ancestral sería: cree siempre en tus sentimientos. Lo que sientes es verdad, no lo cuestiones. Si se siente mal, entonces has sido atacado.”
Sin embargo, las grandes tradiciones filosóficas y espirituales enseñaron todo lo contrario: aprender a reinterpretar lo que sentimos, ponerlo en perspectiva, cuestionar nuestras reacciones y no vivir al ritmo de cada impulso. De hecho, la terapia cognitivo-conductual moderna, una de las más efectivas hoy, se basa justamente en eso: reconocer que no son los hechos, sino lo que pensamos sobre ellos, lo que nos afecta.
Por eso es vital que les enseñemos a nuestros hijos a procesar emociones, no a obedecerlas ciegamente. A entender que sentirse mal no siempre es señal de injusticia, y que la vida está llena de decepciones normales, que deben aprender a enfrentar sin colapsar.
Criar hijos fuertes no significa dejarlos solos ni decirles “aguántate” ante todo. Significa establecer una base estable, amorosa y segura, y desde ahí, impulsarlos a vivir. Haidt lo resume con una pregunta clave:
“¿Cuál es tu objetivo? ¿Simplemente ayudar a tu hijo a cruzar el siguiente obstáculo, o prepararlo para que pueda superar todos los que vengan después, por sí mismo?”
A veces, lo más compasivo, sobre todo a largo plazo, no es intervenir. Es permitir el intento, el error, la pequeña quemadura de aprender a cocinar, el olvido de una tarea, el conflicto no resuelto. No porque no amemos, sino porque sí amamos. Y sabemos que el carácter no se forma en la comodidad, sino en la práctica.
No se trata de abandonar ni de endurecer. Se trata de respetar su proceso de madurez, confiando en que pueden, y acompañando con sabiduría y propósito.
Nuestros hijos no necesitan una vida sin caídas. Necesitan saber que pueden levantarse.
No necesitan que les quitemos cada carga. Necesitan fortaleza para llevarla.
Y no necesitan que todo se sienta bien. Necesitan aprender que incluso en el dolor, pueden crecer.
No los hagas frágiles. Hazlos fuertes.